Antonio Machado, El Cantar de Mio Cid, Gustavo Adolfo Bécquer, Gerardo Diego, Avelino Hernández, Mercedes Álvarez ...

jueves, 21 de junio de 2012

Jueves, 19 de abril de 2012


Hoy, jueves 19 de abril del 2012, me he despertado en Soria. Estamos alojados en el camping-albergue Entrerrobles, un lugar sencillo pero acogedor.  Bernadette, Irene y yo estamos alojadas en el hostal. La habitación no es muy grande, pero para las tres está bien. Al entrar a la habitación a mano derecha está el baño y todo recto, a tres metros, la cama de Irene, junto a una mesita de noche que la separa de la litera donde dormimos Bernadette y yo. Tres maderas sirven para colgar la ropa.
Son  las 9:30. Hoy los profesores no han dejado dormir un poco más. He mirado por la ventana, llovía. Nos hemos vestido y  hemos ido a desayunar. El comedor no es muy grande, pero cabemos todos y, lo más importante,  se come bien.
Hemos ido a Valdegeña, un pueblo pequeño de 7 habitantes.  Allí nos esperaba Ricardo, el hermano de Avelino Hernández, el autor de Mientras cenan con nosotros los amigos, la novela que hemos leído recientemente.  Ricardo es una persona maravillosa: humilde, gentil, natural, agradable, generosa... Nos abrió las puertas de su casa, una casa curiosa y, como todo allí, acogedora, una casa antigua pero bonita y bien cuidada. Ricardo, es una persona que se interesa por conservar los valores de siempre que valen la pena. Tuvo bonitos detalles con  nosotros, como por ejemplo explicarnos, siempre con una sonrisa en la cara,  cosas de su vida y de su familia, cosas privadas que no tenía porque explicarlas. Algunas actividades de Ricardo me  llamaron mucho la atención: ha luchado por poner una casa rural en el pueblo, ha abierto  un museo, donde, como nos explicaba con cariño, muchas cosas de las cosas que se exponen han sido hechas o recuperadas por él.
Valdegeña es un pueblo pequeño pero precioso. Nada más llegar, en la pared de una casa resaltaba una gran frase que decía: "Valdegeña también es mi pueblo", debajo de esta frase había teselas donde la gente firmaba, como recuerdo a su paso por allí. Pero lo que más me ha gustado del pueblo es la parte de arriba donde se encuentra una pequeña iglesia, una iglesia muy pequeña y recogida, desde  mi punto de vista, preciosa. A Ricardo esta iglesia  le trae muchos recuerdos de su infancia.
Moncayo
La iglesia está situada en lo más alto del pueblo, donde se encuentra el mirador. Desde allí se observa  un paisaje precioso del Moncayo, una montaña a la que Machado hace mucha referencia en sus poemas.  Ahora entiendo la admiración de Antonio Machado por el paisaje soriano: seguro que le transmitía tanta serenidad como a mí me ha transmitido. El paisaje de Soria es una maravilla, no sé si es porque esos campos tan vivos y tan verdes son diferentes a lo que veo normalmente, pero a mí el paisaje de estas tierras me ha fascinado: las vistas desde el mirador, lo que veo por la ventanilla del autobús, el increíble paisaje de Río Lobos,  el paseo por el rio Duero... Tal vez sea porque aquí todo es mucho más natural y el campo no está tan machacado como cerca de Barcelona.   
Después hemos ido todos a comer al Hostal Mary, que estaba en Matalebreras, un pueblo cercano. La comida ha estado muy bien. ¡Daba gusto vernos a todos juntos comiendo!
Por la tarde hemos ido a visitar el pozo Román, pues unas compañeras iban a representar allí "La leyenda de los ojos verdes" de Bécquer. El paisaje de Soria me sorprendía otra vez: esa pequeña laguna escondida en el bosque me ha dejado sin palabras. Me dio mucha pena que se pusiera a llover y que nos tuviéramos que ir rápidamente de allí.
Luego hemos ido a Noviercas, el pueblo donde vivió Bécquer  una casa hoy en día en ruinas. Me parece una lástima que la casa de los padres de Casta Esteban, la mujer de Bécquer, esté en ese deplorable estado. La historia de Bécquer y Casta me ha parecido muy interesante y curiosa. Imaginártelo, mientras te lo cuentan,  es como sumergirte en otro mundo. Al parecer Casta tuvo un romance con un bandolero, conocido por los sobrenombres de HiIarión o el Rubio, y de esa relación nació su tercer hijo. Bécquer y Casta se separaron entonces, pero Bécquer reconoció a ese niño como propio y  siguió mandando dinero para Casta y para el niño.  Cuando muere su hermano Valeriano, Bécquer regresa con su familia, pero cuatro meses después también muere. Cuando Casta quedó en una situación económica muy precaria y cuando consiguió rehacer su vida casándose de nuevo, Hilarión, el Rubio, mató a su segundo esposo. Según cuenta una leyenda, el Rubio murió en un tiroteo que siguió a un espectacular robo (encerraron a todos los vecinos en la iglesia) que tuvo lugar en Beratón, el pueblo más alto de Soria. 
En Noviercas también hemos visitado un torreón árabe donde -como nos ha explicado Montse, nuestra guía allí- se refugiaba la gente cuando eran el pueblo era atacado por los enemigos cristianos.  En esta misma torre nuestras compañeras han escenificado, y muy bien, la “Leyenda de los ojos verdes”. Desde la azotea del torreón el paisaje era increíble. Ha sido una sensación maravillosa poder visualizar esa panorámica única de los campos de Castilla.
Luego  fuimos a la tienda de Montse, donde mucha gente compró embutido soriano para llevárselo a casa. Yo personalmente no, pues,  como mi madre es carnicera, he pensado que si le llevo un chorizo de regalo, me mata.
Tras cenar en el hostal de Valdeavellano, estoy en la habitación escribiendo este diario. Ahora bajaremos a la pequeña fiesta de despedida que se ha organizado ¡Seguro que nos lo pasamos bien!
Raquel Pacheco

miércoles, 20 de junio de 2012

Sensaciones


El viaje a Soria ha sido un viaje de trabajo con muchas experiencias y sensaciones, hablar sólo de una, sería una injusticia. El primer día, cuando llegamos al Casino de la Amistad agotados por el viaje, muchos pensamos que lo mas agradable sería ir al albergue a descansar,  pero una vez que empezó la tertulia con gente muy cercana al escritor Avelino Hernández, te dabas cuenta de que merecía la pena estar allí, con aquellas personas que sentían un gran cariño porel escritor soriano. César y Pepe hablaban sin ningún tapujo de Avelino, al igual que Teresa, ella con el plus añadido de que,  siendo la viuda, algunas de nuestras preguntas podían incomodarla, pero siempre nos contestó con gran sinceridad. Mientras, Ricardo, el hermano de Avelino, escuchaba atentamente.
El jueves vivimos lo que para mí fue la segunda gran experiencia del viaje: la excursión a Valdegeña, el pueblo casi vacío donde Ricardo y Avelino habían vivido de  niños. Ricardo siente un gran cariño por su pueblo, como demostraba en cada una de sus palabras. Sin duda Ricardo es la persona del viaje que mejor impresión me ha causado. Es  un hombre de pueblo y de pocas palabras, pero cada vez que hablaba,  se desnudaba ante nosotros,  un gran grupo de adolescentes a los que no había visto nunca. A medida que pasaba la mañana y escuchabas a Ricardo, en ese  pueblo vacío de gente pero lleno de sentimientos, tenías más y más ganas de apreciar los espectaculares paisajes que se veían, sobre todo desde el mirador de la iglesia. Sin duda, lo que está haciendo Ricardo para mantener viva la historia del pueblo es digno de contar y admirar.
La tercera experiencia que más me agradó fue la subida a la Laguna Negra. Cansado de la noche anterior, me dormí en el bus, pero cuando me desperté y  corrí la cortina de la ventana, me encontré con una sorpresa inesperada: la nieve. Al bajar del bus pensé que no sería tan duro el camino y, en verdad, no lo fue ya que al subir acompañado de los compañeros y tirándonos bolas de nieve, el tiempo pasó bastante rápido. Al llegar a la cima y ver lo que uno puede ver allí, te das cuenta de que subir 1700 metros no es nada y más cuando tienes la oportunidad de compartirlo con gente a la que aprecias, algunos más y a algunos menos. La bajada fue más divertida por los resbalones, pero también mas fría ya que sentías como el agua ya estaba en tus pies y los congelaba. Sin embargo, gracias a los conductores, que nos abrieron el maletero y no hicieron más ameno el viaje con su música y buen humor,  pudimos cambiarnos los calcetines y las bambas.
La vuelta a casa fue muy tranquila. Y la sensación que uno tiene cuando le preguntan que tal  ha ido el viaje y no sabes por dónde empezar a contar,  es muy buena. Yo recomendaría volver otra vez ir allí.
Álex Sánchez

De la vida, lo esencial


Acariciaba el pomo de la puerta con tanta  inocencia que ni por un momento pensé que algo así fuera a suceder. Abrí la puerta de madera, dejando que el suave y frío aliento del viento me rozase las mejillas, cuando el sol, escondido durante horas tras las nubes, salió para regalarme un  bello parajes. Sé que no es el paisaje más bonito que he visto en mi vida, es difícil escoger uno, pero ese lugar tenía algo de magia que me cautivó y me dejó ausente durante unos segundos. No solo ausente de los malos pensamientos, sino de cualquier pensamiento.
De pronto, unas risas llenas de vida me obligaron a volver al tiempo y espacio real. En un acto reflejo, me giré y al ver la pequeña ermita románica me tranquilicé. Aún estaba en Valdegueña, ese  pueblo minúsculo de cuyas piedras me enamoré. Tardé solo un instante en darme cuenta de que tenía que sacarle una foto al paisaje que descansaba, contagiando tranquilidad, ante mis ojos.  Al llegar a casa, quería enseñárselo a mi madre. Esto es lo que verías cada día al despertar. Supe que ese paisaje, ese cuadro, estaba hecho a la medida de mi madre, que le encantaría. Saqué la foto y  aún con la cámara en la mano, recorrí las calles de ese pueblo ya tan familiar en busca de las risas conocidas.
Cada una de las casas de Valdegeña me recordaba a mi padre. Me lo imaginaba paseando por aquellas calles  de piedras uniformes. Cada piedra era testigo de una historia, de esas historias  antiguas que siempre han fascinado a mi padre. Cada vez que tiene ocasión de contarme alguna de esas historias no duda en hacerlo.
No pude evitar que una sonrisa se dibujase mi rostro. El viento de aquella mañana me traía la calma, el bienestar, la sencillez y la naturalidad del pueblo y su gente. Pensé en la gran suerte que tenían las personas que vivían allí y cada día paseaban por las mismas calles en que me encontraba yo..., y me supo mal que esa villa fuera ahora un lugar tan solitario.  De pronto, vi un grupo de gente, mi gente, mis amigos. Me acerqué, y contemplé los rostros de mis compañeros; la mayoría estaban felices, despiertos, sonriendo, riendo, intercambiándose miradas de complicidad..., Algunos estaban completamente seducidos por la explicación de Ricardo, y otros, cansados y con sueño, reflexionaban sobre sus cosas mientras intentaban luchar contra los párpados que querían cerrarse. Sin embargo, todos tenían un aire dulce, a todos les gustaba estar allí, viviendo ese momento. Era fácil sentirse a gusto en el grupo, esos días pasados juntos en Soria nos sirvieron para muchas cosas, una de ellas, hacer más fuertes los lazos que nos unían como  estudiantes, amigos, personas..., sin diferencias.
Y yo me preguntaba: ¿Cómo no se puede querer a un pueblo que te recuerda a tu familia y en el que puedes disfrutar con tus amigos?
Gisela Guitart Font

lunes, 18 de junio de 2012

Caminando


El viaje a Soria  me ha dado sin duda muchos momentos de reflexión, placer, complicidad, felicidad, soledad... y también ha despertado mi curiosidad hacia universos y vidas diferentes.

Evadirme de lo rutinario es algo que hago con frecuencia y, en tierras de Soria, la tranquilidad y la calma se adentraron en mi cuerpo como por arte de magia. Los paisajes sublimes, el cielo, el viento, la gente sonriente, los humildes pueblos... Mi imágenes que se iban quedando grabadas en mi mente.

Aunque hubo muchos instantes en los que me trasladé a otra atmósfera y me sentí en perfecta armonía con lo que me rodeaba, fue en el paseo machadiano, junto al Río Duero, donde mejor me sentí:  paseaba con serenidad, intentando adentrarme por unos segundos en la piel de Machado,  que hacía cada tarde este mismo paseo. Trataba averiguar cuáles eran sus emociones, sus inquietudes, cuál creía él que era el sentido del mundo.  En momentos así no necesito nada más que un camino por donde seguir andando y  “hacer camino al andar”.
                                                                                                   Blanca Llach Amigó

Una lección de vida


Un jueves lluvioso y soleado a la vez fuimos a Valdegeña, pueblo de nadie y de todos. En la entrada, en unas teselas. se lee “Valdegeña también es mi pueblo”. Es verdad: Valdegeña consigue ser una parte de nosotros y que nosotros seamos una parte de él. 
Fuimos al antiguo colegio, al pequeño pero acogedor albergue, a la iglesia, al cementerio…  Son lugares que están en cualquier pueblo, pero que en Valdegeña, adquieren un aire especial. Todo es cercano allí y tienes siempre la sensación de que las puertas de todas las casas están abiertas.
Mientras visitábamos esos lugares, observé atentamente a Ricardo, un hombre de 79 años, vital, generoso, humilde. Ricardo nos enseño el pueblo, su pueblo.  Mientras caminábamos por las calles, él nos contaba historias de Valdegeña, su vida, la vida de los que vivieron allí.  Todo, con una chispa de ilusión en los ojos, que solo personas como él tienen. 

En Valdegeña comprendí la vida de Ricardo, comprendí que la vida es más que existir, que la vida es luchar por lo que uno quiere, tener metas, sueños... 
Ricardo restaura el pueblo para que no se marchite, para que reviva y perdure en el tiempo. Como los recuerdos que tiene en las paredes de su casa: un laúd, una guitarra, herramientas del campo, imágenes de los suyos (de sus padres, de Avelino, el hermano escritor), un jarrón de madera hecho por él, baúles de trocitos de distintas maderas, boinas, cojines bordados, una cruz… Recuerdos en los que perdura una larga historia detrás, pero que al mismo tiempo forman parte de la vida sencilla que ha vivido Ricardo. Una vida que aunque sencilla no deja de ser admirable, una vida llena de historia, de ilusión...
Cuando estábamos en el cementerio, Ricardo nos dijo que querían que le incineraran porque no quería un ataúd abandonado, tenía miedo de que nadie se acordara de enterrarlo y de que los pocos familiares que le quedaban, tuvieran que estar obligados a recordarle. Creía que pronto nadie se acordarí de él. Quiero decirle, que yo sí que le recordaré, porque me parece admirable que consiga hacer de un pueblo desconocido la casa del viajero que llega.  Gracias Ricardo, por hacerme pasear por esas mágicas calles y por la gran lección de vida que me enseñaste.
Marta Peinado  

jueves, 14 de junio de 2012

Lunes 16 de abril de 2012. Medinaceli


         Es mediodía y nuestro primer reposo del viaje. Ya estamos en tierras castellanas cercanas a Soria. Medinaceli es un lugar ciertamente inhóspito, este pueblo parece bastante tosco, pero en lo alto de una pequeña meseta desde donde se dominan las inmensas llanuras, tiene unas vistas impresionantes. A la entrada, un prado de alto césped azotado por las fuertes ráfagas de viento nos recibía con un vasto paisaje a sus espaldas.

Medinaceli
Con un buen amigo nos hemos adentrado en el histórico pueblo que, valga la redundancia, rebosaba de soledad. Aún así, algún que otro vecino ha hecho su aparición, mas pese a nuestros amistosos saludos todos han prolongado el silencio del pueblo. Atravesando calles, plazas y diminutos pasajes, que parecían construidos a modo de pasillos, llegamos a la otra cara de la civilización:  otro inmenso paisaje tras otro prado verde. Esta vez el paisaje se veia interrumpido por un edificio de grandes dimensiones: un castillo de aspecto medieval yacía en medio del prado pero al borde del barranco, con una parte bien erguida y la otra medio arruinada. Nos hemos dirigido a esta última tras observar brevemente la fachada. A medida que nos acercabamos al precipicio, el paisaje se apreciaba  cada vez mejor y el viento soplaba más y más fuerte. Al alcanzar el muro medio derrocado del vetusto edificio, nos hemos dado cuenta, con sorpresa, que  a resguardo del viento, había un cementerio construido  cuidadosamente. Nos hemos alejado de lo que parecía un castillo abandonado y justo antes de adentrarnos otra vez en la estrechez de ésas calles rocosas, he vuelto a mirar más allá de los límites de la meseta: eran otras vistas pero no por ello menos impresionantes.

De nuevo, mientras el viento se llevaba el resonar de nuestros pasos por las calles, he mirado el reloj: era casi la hora de comer y seguíamos sin haber visto apenas una alma castellana en ese pueblo.

Y nos hemos ido sin más. Este pueblo anacrónico, lleno de historia pero con poca vida actualmente, me ha dado, sin embargo, la impresión de que quería recibirnos, como si se hubiese preparado para que lo pudiesemos ver mejor: vacío y en silencio, despejado, para que pudiéramos apreciar con detalle su cuerpo, esas estructuras de piedra, que delatan su pasado,  lo único que ha perdurado en el tiempo.
Enric Umbert

Caminando por la nieve


La parte más especial del viaje, para mí, fue la excursión a la Laguna Negra, no solo por la belleza de ese lugar, sino también por la dureza del camino, ya que eso hizo la laguna más interesante y  bonita

Laguna negra

Cuando estábamos llegando,  pensé: ¡Qué pereza salir del autocar! ¡Con el frío que tiene que hacer fuera! (después resultó que tampoco era para tanto) ¡Con el sueño que tengo y lo poco que he dormido esta noche!  Pero una vez bajé del autocar, me hizo mucha ilusión tocar la nieve (durante todo el invierno ni siquiera la había visto) y, ya de paso, lanzar unas cuantas bolas de nieve a los compañeros y a los conductores de los autocares, pues fueron ellos quienes empezaron a lanzarlas.
Tras esta pequeña anécdota empezamos a andar por la nieve. Se tenía que ir con cuidado, vigilando por dónde pisar y siguiendo el rastro que dejaba la gente de delante. Esto me  impidió  fijarme en los arboles que había al lado del camino. Se tenía que ir con precaución.
Después de andar poco más de un kilómetro, llegamos a la Laguna Negra, ese lugar tan especial, donde el agua es muy oscura, pero muy limpia. La laguna estaba rodeada de árboles y de montañas de las que no se alcanzaba a ver la cima, pues estaban tapadas por las nubes. Entendí enseguida por qué  a Machado le gustaba tanto ese lugar.
La vuelta no se me hizo pesada, a pesar de que llevaba los zapatos  y los calcetines empapados.  Por fin pude contemplar mejor los arboles que flanqueaban el camino. .
Después, en el autocar, fue un placer recuperar el calor: los pies, como los zapatos y los calcetines,  estaban completamente mojados y helados. .
Francesc Esteve 

miércoles, 13 de junio de 2012

Pequeños detalles que se hacen grandes


Uno de los momentos más especiales del viaje fue el descubrimiento de  la Laguna Negra: hacer un recorrido de unos 2 quilómetros por la nieve y llegar a un lugar mágico,  en el que uno de los mejores autores de nuestro país  se inspiró para crear parte de su obra, fue simplemente espectacular. El  ambiente que se respiraba en ese lugar era diferente al del resto de la montaña. Había  una tranquilidad extraña, como si la laguna escondiera algo en el fondo, un misterio que no  conocíamos, pero que teníamos ante nuestros ojos. No era difícil entender por qué Machado situó allí la trágica historia de los Alvargonzález.
Aunque si tuviera que escoger el momento más emotivo de nuestros días en Soria,  estoy seguro que escogería la visita a Valdegeña, el pueblo de Avelino Hernández, que visitamos guiados por su hermano Ricardo. Ricardo nos enseñó algunos de los lugares en los que él y Avelino crecieron y otros sitios emblemáticos del pequeño pueblo, como el museo que había  creado con fotos de época y  las herramientas que se usaban antiguamente en el campo.  Ricardo también nos explicó algunas anécdotas de sus vecinos e historias que se contaban por esos parajes. Y nos enseñó algunas de las técnicas que se utilizaban antiguamente en las faenas del campo  y  en otros oficios.  La despoblación de Valdegeña y de otros pueblos sorianos inspiró uno de los temas fundamentales de la literatura de Avelino Hernández: el sentimiento de pérdida que la desaparición de un  pueblo conlleva. Cualquier  pueblo esconde recuerdos de la gente que ha vivido en ellos,  palabras que no se conocen en otras zonas, lugares llenos de historia... y todo ello, si un pueblo desaparece, se va a perder y va a quedar olvidado.
Finalmente el momento más divertido de todos (aparte de las noches en el albergue con los amigos), fue sin duda, la comida en el Restaurante Mari Carmen, donde  nos pudimos sentir adultos, ya que bebimos vino a nuestras anchas y conversamos con nuestros compañeros y compañeras como si tuviéramos 25 años. Lástima que no todo acabó del todo bien, ya que algunos abusaron de la confianza.
Albert Millán

La sorpresa en las caras



Cuando se nos planteó hacer esta redacción, pensé en cuál podría ser mi mejor momento del viaje, aquel momento inolvidable, aquel que más me ha emocionado y  gustado. No tenia ni idea de cuál podría ser, pero ahora lo tengo claro. El momento que me más llenó fue el primer día, cuando estuvimos en el Casino de la Amistad de Soria. 
Llegué a ese lugar que parecía de otra época, subí las señoriales escaleras y fui corriendo a cambiarme, porque en aquel momento, el tiempo era oro. Me puse un vestido azul que, un poco travieso, se resistía a entrar. Noté que la fría tela, especialmente la falda, me tocaba todo el cuerpo. Me puse las zapatillas. Cuidadosamente, metí el pie en una de ellas. Estaba fría también. Cuando ya había entrado todo el talón, empecé a atar las cintas con delicadeza, acomodándolas sobre mi pierna, una encima de otra. Repetí la misma acción con la otra zapatilla y cuando terminé, me puse de pie. Coloque los pies en forma vertical, clavando la punta en el suelo y empecé a notar un masaje ligeramente doloroso en los pies. Con las zapatillas ya puestas,  fui al baño a peinarme. Me recogí el pelo y me hice un moño desenfadado. Algunos cabellos se soltaron de la goma, pero no le di importancia. Al salir del baño, oí que la canción que bailábamos ya estaba sonando. Oía una nota detrás de otra, lentas pero sin dormirse; persiguiéndose unas a otras sin perder el ritmo ni la melodía. Entré en el gran salón y me fijé en las  hileras de sillas. Al fondo estaba el piano de donde salía la música. Gemma lo tocaba. Empecé a mover de acuerdo a s los movimientos que habíamos marcados, uno detrás del otro, sin perder el hilo que los unía.
Era ya la hora. Las piernas me temblaban y sentía un ligero cosquilleo en el estómago. Tenía en la mente todos los pasos que debía hacer, cada uno cuando tocaba. Continuaba notando el frío de la falda en mi cuerpo. Algunos cabellos me tiraban del moño. Tenia la boca seca. Mis compañeros terminaron de cantar. Ahora sí que nos tocaba. Cerré los ojos, cogí aire profundamente, hasta llenar todos mis pulmones y lo solté. Estaba más tranquila. Caminé hacia mi posición, coloqué las piernas cómo debía y volví a cerrar los ojos. En ese momento empezó a sonar la música. De golpe me tranquilicé, me sentí segura allí, sabía lo que tenía que hacer. Así que me di la vuelta y empecé a bailar lo mejor que pude. Veía la sorpresa en la cara de mis compañeros,  una sutil sorpresa en las  caras que me hizo sentir bien, cómoda, feliz... 
Elena Reyes Gonzàlez

viernes, 8 de junio de 2012

Abrirse paso entre el grosor de la nieve


Es viernes. Quizás sea por la movidita noche que pasamos todos, pero en el autocar me cuesta abrir los ojos… De pronto alguien me toca el brazo y  me llama por mi nombre – ¡Esteve, Esteve! –  y abro los ojos asustado sin saber ni dónde estoy ni qué pasa. ¡Qué sorpresa! Estamos rodeados de un paisaje blanco precioso. La nieve virgen había cubierto la montaña de un suave blanco que, pisada tras pisada, se iba deshaciendo y congelando a la vez.  Esa noche habían caído más de 50 centímetros de nieve.

El lugar donde el autocar paró se bifurcaba en dos caminos. Uno nos llevaba a nuestro destino. El otro, lo despreciamos. Los profesores dijeron que quién no quisiera bajar porque no traía calzado adecuado o, simplemente,  porque le deba pereza, podía  quedarse. Pero yo pensé: ¿Quién será capaz de despreciar esta nieve tan hermosa y dulce?  Yo  bajé de sopetón. Mi día había llegado: me tocaba recitar mi poema.

Nada más tocar la nieve se me empezaron a mojar los pantalones y las zapatillas. La nieve cubría toda la carretera que subía a la Laguna Negra, ese era nuestro destino, “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Nunca estuvieron mejor dichos estos versos: teníamos que abrirnos paso entre el grosor de nieve. La subida fue dolorosa: los pies fríos, la cara helada y si, además, les tiras bolas de nieve a tus amigos y no tienes guantes... ¡Imagínate como te queda las manos!

            Anduvimos mucho tiempo, no controlé cuánto, pero 1 kilómetro y 700 metros de subida dan para mucho. Suerte que íbamos en compañía y  me entretuve hablando con los compañeros. Aunque andar un rato solo también me gustó: ese paisaje -la nieve, los árboles, las piedras...- te invitaba pensar y luego te ayudaba a vaciar la mente por completo,

Laguna Negra
Por fin llegamos. ¡Menuda alegría! ¡Qué bonita era la Laguna Negra! La nieve le daba un toque precioso al paisaje. Era hora de tomar una foto para ponerla de fondo en la pantalla, recordar el fin del viaje y sonreír ante las locuras que se me ocurrían: tirarme a la Laguna Negra y darme un buen chapuzón. Pero va a ser que no. Con el agua helada eso no era posible... Se acercaba mi hora, me tocaba. Junto a mi compañero Gerard recité el poema, frente a un gran paisaje, ante una gran cámara. Salió de perlas, el poema de Alvar González quedó magnifico con nuestras voces.

Ahora ya solo quedaba contemplar un poco más esa Laguna, que espero  volver a visitar algún día. Luego la bajada, que duró mucho menos. Los compañeros corrían y patinaban por la nieve. Alguna caída también hubo, pero nada grave, solo unas risas. Una vez en el autocar, los que pudimos,   nos cambiamos el calzado y los calcetines mojados. Y... camino hacia casa. Ya solo nos quedaba despedirnos de esas tierras que nos habían acogido durante  5 días.
Esteve Ollé

La ilusión de Ricardo


Cuando me acomodé en aquella silla, aún estaba cansada de estar sentada tantas horas en el autocar, pero aquella sala me cautivo al instante. La encontré preciosa y su color rojo  me hipnotizó. El techo era fantástico y las paredes lucían unos elaborados  vestidos de sevillana,  que me recordaron a mi abuelo, y este hecho  me enterneció. Al frente, el motivo por el que nos encontrábamos allí:   personas importantes e imprescindibles del mundo de Avelino Hernandez, dispuestos a acercarnos más a su personalidad y a ayudarnos a comprender mejor su obra. Y así fue, realmente lo lograron.
Ricardo Hernández Lucas

En aquella mesa se encontraba alguien que me marcó especialmente: Ricardo, el hermano de Avelino.  Sólo con  observarlo y  escuchar sus  primeras palabras, me hizo estremecer. No sé qué ocurrió, ni por qué, pero que mis ojos se humedecieron. Me emocionó verlo allí, tan inocente e indefenso, junto a personas más jóvenes, más intelectuales y con mucha más cultura que él. Y sin embargo,  fue Ricardo él que más me llegó de todos los que hablaron y quien a lo largo del viaje me hizo comprender mejor,  a su hermano y el sentido de su obra.  Llevábamos mucho tiempo trabajando  Mientras cenan con nosotros los amigos y la personalidad de Avelino Hernández, y creía que había captado la esencia de su universo literario y ético. Pero tras la tertulia, la visita a Valdegeña y el viaje,  me di cuenta de que en muchas cosas estaba equivocada. Hasta que no lo viví en primera persona, hasta que no pisé las calles de Valdegeña y  escuché a sus familiares y amigos hablar de él con tanta calidez,  no pude comprender la trascendencia del mundo de Avelino Hernñandez,   la importancia de su obra. Y Ricardo fue clave en esto, tanto por sus pocas y avergonzadas palabras en el Casino de la Amistad,  como el jueves en la visita a Valdegeña, el pueblo de los dos.  

Cuando recorrimos las calles de Valdegeña, no podía dejar de escuchar a Ricardo que, con gran naturalidad,  nos contaba sus vivencias en el pueblo, la infancia junto a su hermano, algunas anécdotas de los  dececinos... Creo que Ricardo me atraía tanto porque  descubrí en él a  un hombre humilde,  con muchas de las mejores cualidades que un ser  humano puede tener: la generosidad, el altruismo, la hospitalidad, la sinceridad, la proximidad, la sencillez, la honradez, la lealtad...  Estos son algunos de los valores que  esconde Ricardo bajo su boina y comprendí que también  eran los valores de su hermano. Valdegeña tenía algo especial, quizás aquellas calles en las que  no había llegado el asfalto, quizás el influjo Avelino, quizás el hermosísimo paisaje que lo rodea,  quizás la generosidad y humanidad de las personas que nos acompañaban. Y  allí, al pie del Moncayo, entendí de verdad los valores de Avelino, los pilares fundamentales de su vida: el valor de la amistad, la libertad y la igualdad, la armonía entre el hombre y la naturaleza, la generosidad, el querer, el compartir, el disfrutar, el vivir...
-        ¿Y como es que hace todas estas cosas en un pueblo tan pequeño, Ricardo? - preguntó uno de mis compañeros.
-        La ilusión, eso es la ilusión.
Paula Lecegui

Las ilusiones que mueven el mundo


En un momento de serenidad, giré la cabeza y contemplé el paisaje. Era un precioso paisaje: el verde, el marrón y el azul convivían en perfecta armonía. A lo lejos unos gigantes de acero,  una larga carretera por delante y, a ambos lados, campos, los campos de castilla. Hacia atrás, las montañas y,  entre todas, una especial. En una de sus laderas se escondían unas pocas casas de piedra que se fundían con la montaña: Valdegeña. Desde lejos Valdegeña parecía poco más que unas cuantas casas viejas, perdidas en la gran Castilla. Pero  acabábamos de estar allí y sabía que Valdegeña no era sólo unas pocas casas, también era mi pueblo. Y mucho más: era la ilusión de un hombre de 78 años de sonrisa inolvidable, era el futuro de los pequeños pueblos, era la cuna del  escritor Avelino Hernández, era el mejor momento de un viaje de estudios… Valdegeña era muchas cosas, no era, desde luego,  sólo casas.
Valdegeña

Ricardo esa mañana nos  enseñó su pueblo. Nos enseñó las antiguas escuelas, la fragua, las calles, los  parques casi sin estrenar,  una casa especial (la suya y la de Avelino), la iglesia, el cementerio, un museo con  herramientas tradicionales del campo (con cierta decepción, nos explicó que casi todos los utensilios eran suyos), los paisajes del Moncayo… De cada uno de estos lugares, Ricardo nos contaba  anécdotas y pequeños proyectos. Y cada vez que hablaba,  su rostro me explicaba sin palabras muchas más cosas.

Con timidez, pero a la vez con cierta euforia,  nos mostró su último proyecto: una casa rural. Sencilla y sin ostentaciones, pero con todo lo necesario para pasar unos días agradables en el pueblo. Era como si Valdegeña, en nombre  de los pueblos casi deshabitados de Soria, nos abriera sus puertas.

Pero además Ricardo  nos enseñó un lema  en un muro que, de alguna manera, daba sentido a todo lo demás: “Valdegeña también es mi pueblo”. Y debajo,  un gran mosaico de teselas con los nombres de las muchas personas que habían visitado el pueblo.  Y también nos enseñó  otra pared, cerca de la casa de Avelino, con los nombres de las escuelas e institutos que se  habían acercado hasta allí .En una  de las placas se leía: Institut Eugeni d’Ors. Vilafranca del Penedès. Generació del 2012. Valdegeña también era nuestro pueblo.

Mi momento especial fue comprender la  importancia de las pequeñas ilusiones, de las ilusiones que mueven el mundo. Fue entonces cuando comprendí  también eso que escribió Avelino y que yo acababa de leer en el cementerio: “Acabar, morir, sembrar, rebrotar, crecer, dar fruto; acabar, morir, sembrar, rebrotar, crecer…”  Eso es la vida y es por eso por lo que lucha Ricardo en su pueblo.
Itziar Escofet Colet

Valores y experiencias sorianas


  No es nada fácil limitarse a unos pocos buenos momentos, a unos pocos  valores aprendidos, cuando afortunadamente vivimos tantos y nos regalaron tantos. Este viaje ha superado en mucho mis expectativas, pero justo es esto lo que me encanta, que lo vivido, por una vez, supere a lo esperado.  Nuestra semana en Soria está, por ello. repleta de momentos y de detalles que desearía no olvidar nunca  ¿Por qué no repetirlo?
  Tras nuestro viaje por esas tierras de Castilla,  he entendido muy bien el amor que Machado sintió por Soria. Soria está llena de paisajes preciosos que nadie debería limitarse a verlos inmóviles en las fotografías, son paisajes llenos de sensaciones que hay que vivir en persona y que nosotros disfrutamos mucho porque antes habíamos aprendido un cúmulo de cosas sobre ellos, cosas  que ahora encajaban a la perfección.
  Este viaje nos ha mostrado una forma diferente de conocer mundo y de aprender literatura,  naturales, historia o  arte: hemos descubierto una forma de trabajar más dinámica y libre, que consiguió salvarnos de la monotonía. Pero lo mejor ha sido que hemos aprendido unos valores muy importantes y desgraciadamente muy poco frecuentes en el mundo materialista que nos rodea. De todos estos valores quiero destacar dos: la humildad y la generosidad. ¡Fue fantástico que personas desconocidas se familiarizaran tan rápidamente con nosotros, y con tanta naturalidad y afecto!  Sin pedir nada a cambio compartieron con nosotros un tiempo de sus vidas para acompañarnos y hacer mucho mejor nuestro viaje. Nos regalaron gestos tan valiosos como el de Ricardo, que no abrió las puertas de su casa, o el de Teresa, que nos abrió las puertas de su corazón. Valoro muchísimo la colaboración de Ricardo, de Teresa, de César, de Pepe, de Montse, y su cálida presencia en nuestro viaje.
Laguna Negra
  Recuerdo un momento muy preciso que me estremeció. Yendo a la Laguna Negra caí rendida en el autobús y me dormí. Al abrir los ojos,  no sé cuánto tiempo después, el paisaje se reducía a un solo y apacible color: el blanco. Un escalofrío recorrió mi cuerpo: de repente estaba todo nevado.  No tenía ni la más remota idea de que íbamos a pasear por la nieve. Me encantaba el paisaje que mis ojos contemplaban y el sueño se me pasó de golpe: era imposible dormirse ante esas magníficas vistas. 
  Me encanta el mundo rural y me enamoré de los pueblecitos que visitamos,  cada uno de ellos tenía un toque diferente y encantador. Recuerdo también momentos muy importantes que esta vez no destacaban por el lugar donde estaba, sino por con quien los compartía: comidas y noches en el albergue, trayectos en el autobús, conversaciones... Todo el viaje estuve junto a grandes personas. A algunas tuve la oportunidad de conocerlas mejor y con otras, nuestra amistad se hizo todavía más fuerte. Y es que compartir un viaje con las personas que quieres, no tiene precio y tampoco, como diría Avelino,  una mesa en la que está rodeada por tus más grandes amigos. 
Maria Esteve Albero

jueves, 7 de junio de 2012

Donde la trágica historia de los Alvargonzález


En este fantástico viaje a Soria, hemos visto pasajes asombrosos como el inmenso cañón del Río Lobos, nos ha emocionado la pasión con que Ricardo Hernández trabaja por la restauración y pervivencia de Valdegeña, nos ha deslumbrado el magnífico claustro de  la iglesia de San Juan del  Duero, que ofrecía una sorprendente diversidad  arcos cruzados, y  nos hemos asombrado con el misterioso torreón árabe de Noviercas, pero quizás lo que más me ha gustado ha sido La Laguna Negra.
Laguna Negra

Me asombré desde el principio, cuando por la ventana del autobús. empecé a ver de repente  pequeñas charcas de nieve en la montaña  (durante todo el viaje no habíamos visto nieve) y me asombre todavía más cuando, al llegar a nuestro destino, vi que más de un palmo de nieve cubría por entero nuestras zapatillas de deporte.  Subimos  la montaña nevada con ropa de calle,  pero el frio y los nervios (ese día me tocaba a mí recitar), valieron la pena.  En la cumbre vimos un hermoso lago de aguas negras rodeado de nieve. Allí,  según nos contaron, tuvo lugar la horripilante historia de la familia de Alvar González. Y  allí un amigo y yo, recitamos fragmentos del ese largo romance en que  Antonio Machado resume esa trágica historia. Aunque  con manos temblorosas -por el frío y por esos nervios que siempre aparecen al hablar en público, creo que recitamos bastante bien.



Cuando bajamos al autobús,  ni el frío ni el cansancio acumulado nos impidieron correr, saltar,  jugar  con la  nieve blanca o disfrutar, junto a buenos amigos,  de ese paisaje tan maravilloso.

GERARD VIDAL

He seleccionado un día y un momento que, para mí fueron los más enriquecedores y mejores.


El momento fue la entrevista que le hicimos a Teresa y a Ricardo, mujer y hermano del escritor Avelino Hernández.  Oriol, mi compañero, y yo estábamos nerviosos, pero a la vez convencidos de que haríamos un buen trabajo. El tiempo transcurría, y cada vez estábamos mas satisfechos del resultado Nos sentíamos muy cómodos y, creo, que los  y entrevistados también. Fue una experiencia muy gratificante y el resultado es buena prueba de ello. Ya de entrada la idea nos gustó mucho y le pusimos ganas y mucho esfuerzo.

Ahora voy a a explicar el último día del viaje: un viernes, 20 de Abril del 2012. Aquella mañana nos levantamos temprano, ya que teníamos que dejar la maleta en el autocar y desayunar rápidamente. El clima era bueno. Lucía un sol espléndido, lo que era de agradecer, pues queríamos  gozar al máximo de la excursión. Subimos al autocar, dirección hacia la Laguna Negra. Aproveché el trayecto para dormir, ya que eran muchas las experiencias vividas en aquel viaje y la fatiga castigaba duramente mi cuerpo. Cuando me desperté me llevé una grata sorpresa: todo estaba nevado. Subimos la dura cuesta con mucha ilusión. Era un recorrido de aproximadamente  dos kilómetros. Al llegar, sentí una intensa sensación de libertad y felicidad: veía una laguna de aguas negras,  rodeada de montañas cubiertas de nieve. Naturaleza pura. Ya no importaba ni el frío ni el cansancio. Sin duda había valido la pena. Obviamente la bajada fue más placida y rápida, por lo que  algunos compañeros aprovecharon para jugar con la nieve y distraerse.

Fuimos a comer a un pueblo pequeño, pero bonito: Vinuesa. Comimos bien y  recuperamos las fuerzas para el duro trayecto de vuelta hasta Vilafranca.
Pol Bravos


El color de una rosa acabada de cortar


Impaciente, emprendí junto a mis compañeros , el viaje hacia Soria. Después de seis largas horas, durmiendo, haciendo bromas, escuchando música, tocando  la guitarra y sobre todo disfrutando de ese paisaje que poco a poco iba transformándose,  llegamos a Medinaceli, un  pueblo extraordinario, donde abundan las casas medievales. Hacía mucho viento y eso nos llevó a cobijarnos en un pequeño bar, donde nos contaron muchas curiosidades y algún pequeño secreto del pueblo.
Por la tarde, en Soria, fuimos al  Casino de la Amistad. Al entrar en aquella sala, supe que lo que íbamos a vivir allí sería uno de los instantes más mágicos del  viaje. Aquella sala era  del color de una rosa acabada de cortar, y unos hermosos vestidos y el latido de un reloj de pared,  daban vida a aquel lugar. Todo empezó con una magnifica tertulia literaria sobre la novela Mientras cenan con nosotros los amigos  de Avelino Hernández,  seguida de  un breve recital de poemas de Machado,  pero  lo mejor no había llegado todavía. 
Casino de la Amistad
El primer momento maravilloso  irrumpió cuando  Martí Roig, Martí Parellada,  Oriol Celis  y Albert Millàn, cantaron, acompañados de la melodía de una guitarra,  dos poemas de Antonio Machado, “Retrato” y “Cantares”. Cuando Martí Parellada hizo un solo con la voz desnuda, nos quedamos todos  mudos de emoción,  lo único que se escuchaba era su voz, la guitarra y el corazón del reloj.   Cuando pienso en ese momento y  recuerdo  las sonrisas  en el rostro de mis cuatro amigos,  todavía se me pone la piel de gallina. Después disfrutamos  de la danza de tres compañeras,  acompañada por las delicadas sinfonías  que brotaban de aquel maravilloso y gran piano que tocaba Gemma.

Después fuimos hacia el albergue, donde nos esperaba la cena y esas camas en las que ya deseaba tumbarme. Estaba agotado y mañana nos  esperaba un día larguísimo lleno de actividades y de muchas cosas que aprender.
Bernat Almirall