Antonio Machado, El Cantar de Mio Cid, Gustavo Adolfo Bécquer, Gerardo Diego, Avelino Hernández, Mercedes Álvarez ...

lunes, 15 de junio de 2015

La silla de Machado

Uno de los momentos más impactantes del viaje fue, junto la excursión a la Laguna Negra, la visita al Instituto Antonio Machado, que hicimos el segundo día de  nuestra estancia en Soria.
La tarde comenzó en el cementerio del Espino, dónde recitamos algunos poemas, y siguió hasta el Instituto Antonio Machado. El espacio del instituto es impactante:  había hasta un claustro. Los pasillos estaban llenos de arcadas, que  nos llevaron hasta una clase diferente a las demás, una clase que se había quedado anclada muchísimos años atrás, como atascada en el tiempo: era la clase donde Machado impartía sus clases de francés.

Yo soy de esas personas a las que le gustan estas cosas: descubrir lugares intemporales que te transportan a otras épocas y lugares. Cuando entras en un lugar como el Aula Antonio Machado sientes haber entrado en un espacio donde el tiempo no avanza.  Quedé bastante fascinado al ver esos pupitres y esos armarios en los que hace más de 100 años habían escrito los alumnos de Machado. Después de que el director nos  contase la vida de Machado (se sabía de memoria su poesía entera), nos tocó el turno a nosotros.

Me senté en la silla del profesor y leí  mi texto una vez más.  Mientras, nuestra profesora nos explicaba más cosas sobre el paso de Machado por el instituto. Yo estaba concentrado leyendo en voz baja mi parte, pero de pronto, escuché algo que dijo:  Tenéis que ser conscientes de que esta clase se conserva exactamente igual que en la época en la que Machado impartía sus clases aquí. Estáis sentados en las mismas sillas, y rodeados de los mismos muebles que en 1907.

Entonces paré de leer, y pensé. Estaba sentado en la misma silla en la que Machado  iluminaba a sus alumnos con sus explicaciones. Y sentí una gran responsabilidad y honor.

Leí un texto sobre los Proverbios y Cantares de Machado y  cuando acabé sentí que había hecho algo parecido a lo que hacía Machado en su época: hablar,  explicar, enseñar desde esa tarima de madera crujiente, apoyado en esa misma mesa negra.

Cuando ya nos íbamos, vi cómo la gente pasaba por delante de esa silla y de esa mesa, y nadie se paraba a sentarse o a mirar. Luego imaginé que si  a mí me hubiera tocar  estar en su lugar,  sentado en los pupitres y no en la tarima del profesor, al salir de la clase, sí que me hubiera parado y me hubiera sentado en la silla de Machado.                  


Martí Montaner

jueves, 11 de junio de 2015

Soñaba con ese lugar

Podría empezar diciendo que ha sido un viaje espectacular con momentos cumbres,  pero la verdad es que es difícil describir la intensa experiencia que hemos vivido.

Dejando atrás el magnífico rato que pasamos con César,  el paseo por Medinaceli y alguna que otra anécdota, Valdegeña (que “también es mi pueblo”) y  el entusiasmo de Ricardo, que nos ayudó a  conocer mejor a Avelino Hernández, mi momento favorito del viaje fue el último día:  la Laguna Negra,  un paisaje espectacular, del que puedes esperar cualquier cosa.

Soñaba con ese lugar desde que, antes del viaje, vi dos fotografías . Llegó el día y la laguna se hacía de rogar, exigió un de un paseo por la niebla, un paseo un tanto pesado pero a la vez mágico. Mientras caminaba, a mi mente  venía una y otra vez, una frase del discurso de Machado en San Saturio que yo había interpretado el miércoles: “Soria es una tierra admirable de humanismo, democracia y dignidad”. Sí,  así es Soria. También me acordé de una de las muchas reflexiones de César: los matices de significado entre lo humanista y lo humano.

Aunque para mágico: el lago. Era uno de esos días en que a pesar de la niebla no hacía frío y en la Laguna Negra puedes evadirte fácilmente. Basta mirar fijamente hacia un punto y apoyarse en la madera rota: cualquier detalle que veías te alegraba. Había mucho   dónde mirar en la Laguna Negra. Si mirabas a la derecha había nieve y podías adivinar al lugar áspero que puede ser Soria en invierno. A la izquierda, todo era verde: la esperanza de que Soria pudiese repoblarse de nuevo. Si mirabas enfrente recordabas que hay que seguir siempre y que allá delante te espera siguiente camino. Y si dabas vueltas sin ningún sentido,  te refugiabas solamente en tus pensamientos.


Ha sido un viaje lleno de emociones y de nuevos conocimientos, tanto personales como culturales. Aprender a ser “en el buen sentido de la palabra bueno”.

Elena Perea

jueves, 4 de junio de 2015

miércoles, 3 de junio de 2015

La Casa de los poetas

En “La casa de los poetas” me sentí pequeña. No fue ni por la altura ni por la edad, sino por el hecho de que esas paredes estaban llenas de la historia y de los libros de grandes escritores ligados a Soria, de verdaderos artistas. Comparada con ellos, yo era una simple chiquilla intentando escribir algo que estaba todavía infinitamente lejos de las  obras de esos poetas.
El guía nos iba explicando entusiasmado la vida de aquellos autores: la vida amorosa de Bécquer, curiosidades del paso de  Machado por Soria o de la gran inteligencia de Gerardo Diego. Pensé que seguramente estos tres poetas  (y tantos otros) habían empezado algún día  como yo, con unas primeras líneas mal escritas y que no reflejaban exactamente lo que querían decir. A lo mejor repetían también muchas veces la misma palabra, o se quedaban a medias de un escrito porque se les agotaba la inspiración.
Espero que algún día podré decir que mi novela ha sido posible gracias a que he tenido unos increíbles referentes de los que he aprendido mucho (aunque ellos sean poetas, son parte de mi inspiración). Mi objetivo  no es ser como ellos, sino encontrar mi pequeño rincón en la literatura y en el mundo,  que la gente comprenda lo que yo siento cuando escribo esas páginas, que lloren como yo lloré, y que rían como yo también reí. Quiero hacerles sentir a los lectores de mil maneras distintas, como ellos me han hecho sentir a mí tantas cosas con sus poemas.

Cuando entré en “La casa de los poetas”, sentí mucha curiosidad y ganas de memorizar cada uno de los detalles que descubría. Yo tengo una especial debilidad por Bécquer, no solo porque su vida amorosa parezca  de locos y me recuerde a una telenovela latinoamericana, sino porque sus poemas me atraen extrañamente, como si sus palabras me enmantaran. Hay un poema de Bécquer que para mí es excepcional y que  es siempre el que me viene a la mente cuando me preguntan por él. He encontrado en esos versos una parte de mí, como si Bécquer hubiera reflejado en esas estrofas  lo que yo he sentido: “Volverán las oscuras golondrinas” es sin duda uno de los poemas más bonitos que he leído nunca. . Me encantó también aquel video de “El monte de las ánimas”, misterioso y tenebroso, como la misma leyenda.
La verdad es que estuvo realmente genial la visita. Como ya he comentado antes, la parte más interesante para mí fue la de Gustavo Adolfo Bécquer, pero en realidad, en todas las secciones había aquella cosita te no te dejaba perder el hilo de la visita.
Esa noche nos fuimos a dormir con otra lección de literatura bien aprendida.

                                                                                                                        
Bet Riba

jueves, 30 de abril de 2015

Un logro

Los viajes tan intensos tardan en asentarse en mi memoria. Las pocas horas de sueño y tantas experiencias ocurridas durante tan pocos días explican que haya cosas que ya no recuerde. Pero hay un momento que nunca marchará…
El mediodía del miércoles la adrenalina empezó a correr por mis venas. Mis amigos más íntimos me vieron disimular con afán el temblor de mis piernas. Sabía que ese era mi momento. Me invitaron a sentarme en una barandilla, y todo empezó. Martí leía una breve introducción “A un Olmo Seco”, mi poema, pero yo no le oía. De pequeña había practicado taekwondo y aún conservo una de sus técnicas. Me concentré en no pensar en nada, solo en sentir. Cuando llegara el momento, no tendría que recurrir a la memoria para recitar el poema, sino que el poema de Antonio Machado, (ese poema tan lleno de descripciones hermosas, haría cantar al olmo.

Mientras recitaba que “algunas hojas verdes le han salido”, sentía la luz cálida filtrándose a través de los tejados, mi mano acariciando la baranda fría y lisa, el suave viento moviendo mi melena. El silencio persistía y, en él, mil ojos que me observaban. Entre esos ojos pude ver fortuitamente la sonrisa reconfortante de Irene, el pulgar de Claudia, a Sandra que se había procurado estar frente a mí todo el tiempo en que durara el poema, lo atenta que estuvo Nuria hasta el final…


No fue hasta que me aplaudieron, cuando me di cuenta de que había acabado, que mis temores eran innecesarios y que tanta desconfianza era sólo un fantasma de mi mente. No podía creérmelo: lo había conseguido.

Susanna Abdalla Masana