Un jueves lluvioso y soleado a la vez fuimos a
Valdegeña, pueblo de nadie y de todos. En la entrada, en unas teselas. se lee “Valdegeña también es mi pueblo”. Es
verdad: Valdegeña consigue ser una parte de nosotros y que nosotros seamos una
parte de él.
Fuimos al antiguo colegio, al pequeño
pero acogedor albergue, a la iglesia, al cementerio… Son lugares que están en cualquier pueblo, pero
que en Valdegeña, adquieren un aire especial. Todo es cercano allí y tienes
siempre la sensación de que las puertas de todas las casas están abiertas.
Mientras visitábamos esos lugares,
observé atentamente a Ricardo, un hombre de 79 años, vital, generoso, humilde.
Ricardo nos enseño el pueblo, su pueblo.
Mientras caminábamos por las calles, él nos contaba historias de
Valdegeña, su vida, la vida de los que vivieron allí. Todo, con una chispa de ilusión en los ojos,
que solo personas como él tienen.
En Valdegeña comprendí la vida de
Ricardo, comprendí que la vida es más que existir, que la vida es luchar por lo
que uno quiere, tener metas, sueños...
Ricardo restaura el pueblo para que no se
marchite, para que reviva y perdure en el tiempo. Como los recuerdos que tiene
en las paredes de su casa: un laúd, una guitarra, herramientas del campo,
imágenes de los suyos (de sus padres, de Avelino, el hermano escritor), un
jarrón de madera hecho por él, baúles de trocitos de distintas maderas, boinas,
cojines bordados, una cruz… Recuerdos en los que perdura una larga historia
detrás, pero que al mismo tiempo forman parte de la vida sencilla que ha vivido
Ricardo. Una vida que aunque sencilla no deja de ser admirable, una vida llena
de historia, de ilusión...
Cuando estábamos en el cementerio,
Ricardo nos dijo que querían que le incineraran porque no quería un ataúd
abandonado, tenía miedo de que nadie se acordara de enterrarlo y de que los
pocos familiares que le quedaban, tuvieran que estar obligados a recordarle.
Creía que pronto nadie se acordarí de él. Quiero decirle, que yo sí que le
recordaré, porque me parece admirable que consiga hacer de un pueblo
desconocido la casa del viajero que llega.
Gracias Ricardo, por hacerme pasear por esas mágicas calles y por la
gran lección de vida que me enseñaste.
Marta Peinado
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