Es viernes. Quizás sea por la
movidita noche que pasamos todos, pero en el autocar me cuesta abrir los ojos…
De pronto alguien me toca el brazo y me
llama por mi nombre – ¡Esteve, Esteve! –
y abro los ojos asustado sin saber ni dónde estoy ni qué pasa. ¡Qué
sorpresa! Estamos rodeados de un paisaje blanco precioso. La nieve virgen había
cubierto la montaña de un suave blanco que, pisada tras pisada, se iba
deshaciendo y congelando a la vez. Esa
noche habían caído más de 50 centímetros de nieve.
El lugar donde el autocar paró
se bifurcaba en dos caminos. Uno nos llevaba a nuestro destino. El otro, lo
despreciamos. Los profesores dijeron que quién no quisiera bajar porque no
traía calzado adecuado o, simplemente, porque
le deba pereza, podía quedarse. Pero yo
pensé: ¿Quién será capaz de despreciar esta nieve tan hermosa y dulce? Yo
bajé de sopetón. Mi día había llegado: me tocaba recitar mi poema.
Nada más tocar la nieve se me
empezaron a mojar los pantalones y las zapatillas. La nieve cubría toda la
carretera que subía a la
Laguna Negra, ese era nuestro destino, “Caminante no hay
camino, se hace camino al andar”. Nunca estuvieron mejor dichos estos versos:
teníamos que abrirnos paso entre el grosor de nieve. La subida fue dolorosa:
los pies fríos, la cara helada y si, además, les tiras bolas de nieve a tus
amigos y no tienes guantes... ¡Imagínate como te queda las manos!
Anduvimos mucho tiempo, no controlé
cuánto, pero 1 kilómetro
y 700 metros
de subida dan para mucho. Suerte que íbamos en compañía y me entretuve hablando con los compañeros. Aunque
andar un rato solo también me gustó: ese paisaje -la nieve, los árboles, las
piedras...- te invitaba pensar y luego te ayudaba a vaciar la mente por
completo,
Laguna Negra |
Por fin llegamos. ¡Menuda
alegría! ¡Qué bonita era la
Laguna Negra! La nieve le daba un toque precioso al paisaje.
Era hora de tomar una foto para ponerla de fondo en la pantalla, recordar el
fin del viaje y sonreír ante las locuras que se me ocurrían: tirarme a la Laguna Negra y darme
un buen chapuzón. Pero va a ser que no. Con el agua helada eso no era posible...
Se acercaba mi hora, me tocaba. Junto a mi compañero Gerard recité el poema, frente
a un gran paisaje, ante una gran cámara. Salió de perlas, el poema de Alvar
González quedó magnifico con nuestras voces.
Ahora ya solo quedaba contemplar
un poco más esa Laguna, que espero
volver a visitar algún día. Luego la bajada, que duró mucho menos. Los
compañeros corrían y patinaban por la nieve. Alguna caída también hubo, pero
nada grave, solo unas risas. Una vez en el autocar, los que pudimos, nos cambiamos el calzado y los calcetines
mojados. Y... camino hacia casa. Ya solo nos quedaba despedirnos de esas
tierras que nos habían acogido durante 5
días.
Esteve Ollé
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