De todos los días que estuvimos por tierras de Soria, me
gustaría destacar el miércoles, cuando por la mañana, después del desayuno, fuimos
en autocar hacia el Cañon del Río Lobos. Al llegar y aparcar al lado de un bosque
pensé que sería una ruta por la montaña, por un paisaje más o menos igual al
que había ido viendo hasta entonces. No me había parado a pensar en que si ese
lugar tenía ese nombre tan misterioso debería ser un lugar especial.
Después de caminar un rato, pensando en las especies de
árboles autóctonas y en los enormes buitres, llegamos a un valle fabuloso. Nos dio la bienvenida un riachuelo que teníamos que atravesar por
un puente y, justo después, se te aparecía de golpe un paisaje que hasta ese
momento había estado escondido detrás los arboles. Fue entonces cuando supe que
era un lugar que transmitía magia. Hasta
tuve escalofríos al ver ese paisaje: una combinación entre la mano del hombre
(la iglesia templaria), la enorme fuerza de la naturaleza y el tiempo, que a lo
largo de muchos años había trazado el relieve de aquel paisaje.
El primer indicio
del paso del tiempo lo vi en los troncos majestuosos de dos viejos árboles
muertos ante la iglesia. Después veías la llanura, que en lo alto terminaba en
la iglesia templaria y, no mucho más lejos, la entrada a la misteriosa caverna. Todo esto enmarcado
por sinuosas siluetas y los agujeros de las esculpidas montañas. Y si mirabas
un poco más arriba, veías los cuerpos flotantes de los buitres, que lo
controlaban todo. Poco a poco te invadía una extraña sensación de misterio,
que aumentaba con las frías gotas
de lluvia que iban cayendo.
Después pudimos ir a dónde quisimos. Sentías una enorme sensación
de libertad, al subir las escarpadas
rocas que habías visto desde abajo, y notar es aire puro que te rozaba todo el
rato.
Àlex Escoda
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