Hay poca luz y en la pared se ve la silueta de unas sombras movedizas que se deslizan suavemente. Las velas están encendidas. Se oye el ruido de una cucharilla en una taza de café, el de dos copas de cristal que se encuentran, el de la madera de un banco que roza las baldosas antiguas del suelo.
Siento el olor del café, de la madera, de la lluvia. Tengo el pelo mojado y un mechón se desliza por mi mejilla. Extraño contraste. Mejillas rojizas, calentitas, de pronto interrumpidas por un mechón húmedo que quiere escapar de mi melena.
Estoy cansada y algo abatida. Escucho que mis piernas dan las gracias por el descanso, por estar sentada al fin en el banco, que mis tripas agradecen la cena que acaban de disfrutar. Recién duchada, siento esa agradable sensación de “por fin en casa” que recorre cada rincón escondido de mi cuerpo.
Los chicos están afuera. Oigo sus gritos, sus bromas, siempre tan peculiares. No hace ni diez minutos que ha terminado el partido en la tele. Siento las miradas clavadas en nosotras, en la mesa que hemos preparado. Son miradas interrogantes, que tratan de entender qué les vamos a ofrecer. Cierran la puerta, todos están atentos, expectantes.
Todo empieza.
Soplamos las velas, las siluetas desaparecen y unos hilillos de humo salen delicadamente de las 6 velas e impregnan el comedor de un olor muy agradable.
Siento aplausos intensos, rápidos. Aplausos que muestran agradecimiento, sorpresa, asombro. Miro a mis compañeras, veo a Mireia suspirar de alivio, noto el alivio en cada una de nosotras. Ha salido bien. Miro a Teresa, la viuda de Avelino, y en su cara leo una palabra: Gracias.
No hay mayor recompensa para un trabajo que la gratitud.
LARA CUSCÓ
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