Es difícil escoger un único momento de Soria que me haya dejado huella, por
lo que voy a escribir de tres momentos que me aportaron mucho, aunque todos los días estaban llenos de vivencias
impactantes y no acabaría nunca.
Es el primer día y estamos en el Casino del la Amistad de Soria. En un tramo de la tertulia sobre Mientras cenan con nosotros los amigos escuché de los labios de Pepe Sanz, la voz,
que Avelino Hernández “llenaba la vida de vida”. Alguien a quien se le otorga
ese don, el don de dar vida a la vida, debe ser alguien con mucha fuerza, con
mucha ilusión. Lo que me lleva a pensar que Avelino no sólo sabía cómo vivir,
sino que también sabía cómo hacer que vivieran los demás, que su literatura es
una invitación no a vivir por vivir,
sino a vivir sintiéndonos vivos. En la tertulia se notó que todos los
participantes apreciaron mucho a Avelino, aunque cada uno lo expresaba a su
manera (Pepe con el temblor de su voz, Teresa simplemente estando allí, César
con las mil y una palabras que sentía que debía decir, y Ricardo con sus gestos
y su sonrisa melancólica, que tanto nos han dicho estos días).
Otro momento (por así decirlo) que me hizo respirar y sentir muy intensamente las tierras que
visitábamos ocurrió en Valdegeña, el
pequeño pueblo de Ricardo donde Avelino se había criado y crecido. El pueblo,
como Medinaceli, estaba vacío, pero era muy diferente. Cuando estuvimos en
Medinaceli, a pesar del sol, de las hermosas casas medievales y renacentistas, de la paz del lugar, me sentí como en un espacio
muerto. En Valdegeña no. En Valdegeña se notaba que todos los que habían pasado
por allí se habían enamorado del lugar (me incluyo). Los paisajes que rodean
Valdegeña son, simplemente, indescriptibles. Y, cómo no, está Ricardo, que
tiene 78 años, pero conserva la ilusión de un niño de cinco. Cuando habla,
transmite siempre lo esencial de lo que quiere decir: Ricardo habla con el
corazón y se le nota. Nos hizo de guía por su pueblo, descubriéndonos historias
fantásticas y rincones mágicos: la vieja
escuela, la iglesia románica, el cementerio, el nuevo proyecto de la casa rural,
la casa familiar... Todo mantenido e impulsado por él, y nos lo explicaba
pacientemente, muy contento de que le
escucháramos, intentando compartir con nosotros todo lo que sabía. Sólo cuando
subimos al autocar para marcharnos, comprendí de verdad la frase que nos había
recibido al entrar: Valdegeña también es mi pueblo.
El tercer momento es del último día: la excursión a la Laguna negra. Dentro del
autobús iba mirando el paisaje y veía cómo cambiaba. Íbamos subiendo cada vez
más, y cada vez había más y más nieve. Pensé que los conductores nos querían gastar una broma llevándonos
hasta allí (pues los dos tenían un
sentido del humor muy peculiar), pero que al cabo de poco volverían atrás y nos
dejarían donde en realidad teníamos que bajar. Pero no, seguimos subiendo...
Alguien, mirando el otro autobús, dijo que Olga se levantaba y se ponía el
abrigo. Entonces lo comprendimos y empezaron las quejas: los que no íbamos bien
calzados, la gente que acababa de despertarse y se encontraba de repente en
medio de la nieve, los que no querían bajar, los que no se lo creían... Pero
valió la pena. Al llegar a la Laguna nos quedamos todos unos instantes quietos, como si necesitáramos recuperar el aliento, pero
lo que hacíamos era asimilar el paisaje encantado que teníamos delante. Poco a
poco, hay tanto que ver allí que es
imposible captarlo todo de golpe. Aunque debíamos concentrarnos en saber por
dónde pisábamos y no resbalar, realmente
el paisaje que más me impresionó y marcó fue el de la Laguna negra: es como si
entraras en un mundo aislado, en un espacio mágico.
En fin, repetiría de nuevo todo el viaje, incluyendo la nieve, el granizo,
el frío y el viento.
JOANA SADURNÍ
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