De todos los días de nuestra
estancia en tierras de Soria, el momento que más me gustó fue la mañana que
pasamos en Valdegeña. Es cierto que hicimos actividades muy interesantes en
otros lugares, que aprendimos muchas cosas de Literatura, de Historia, de Arte
o Ciencias Naturales, y es cierto que el trabajo de campo es importante para
profundizar en estas asignaturas, pero la Literatura, el Arte, la Historia y la Biología también se
pueden conocer leyendo y estudiando. En Valdegeña, en cambio, aprendimos algo a
lo que no puedes acceder sólo asistiendo
a clases o leyendo: la cultura popular y el espíritu de solidaridad y humanidad
que, como en aquel pequeño pueblo, se mantienen todavía vivos en algunos
lugares.
Nuestro guía, Ricardo Hernández,
no destacaba por sus conocimientos de Ciencias, tampoco era un gran especialista
en Literatura, pero se mostró un gran conocedor de cosas prácticas, muy
arraigadas en la zona en la que vivía y en la agricultura, en la que había
trabajado desde niño. Ricardo conocía
muy bien la historia de su pueblo, las leyendas de la región, las historias de
bandoleros.... También dominaba perfectamente la geografía que rodeaba a
Valdegeña, como claramente nos enseñó a todos. Ya en su casa vimos algunas de
las piezas de madera que había tallado con gran habilidad: algunos baúles, o un
cuadro de la iglesia de San Lorenzo hecho con trozos de madera, que me recordó
un poco el estilo cubista. Ricardo nos
enseñaba sus obras con mucha humildad y más tarde, cuando
inesperadamente le regaló una boina a Manel, nos mostró su gran generosidad.
Ricardo ha dejado sobradamente
claro su amor por Valdegeña y su respeto por la
cultura popular con el museo de herramientas del campo que ha creado y
con el albergue rural que está impulsando para conseguir atraer algunos
turistas a la zona, ya que el pueblo, desgraciadamente, se encuentra casi
desierto: sólo 7 habitantes viven
permanentemente en Valdegeña. Mientras comíamos, Ricardo me contó sonriendo que
mucha gente era incapaz de aguantar las adversidades del campo, que se iban a la ciudad, para vivir con más
comodidades y que, por eso, era tan importante dar a conocer el pueblo. Y es
que, al mediodía, cuando fuimos a comer al Hostal Mari Carmen de Matalebreras, tuve la suerte de sentarme a su lado y entablar con él una larga conversación sobre su vida, sobre la
cultura agrícola del pueblo, sobre el clima de la zona....
Ricardo es un hombre que siempre
habla con sinceridad y que siempre sonríe. Entre
las muchas anécdotas de la vida en el campo
que me contó, recuerdo especialmente una: desde los doce años prepara
quinientos litros de vino, que le duran todo el año. Me explicó todo el proceso:
el prensado, la fermentación, el envejecimiento... Paré mucha atención, porque
yo también intento hacer vino, y aprendí muchas cosas de esa conversación, También
me explicó que conocía a muchos catalanes porque de joven había trabajado de
obrero en Barcelona. Me relató un sinfín de anécdotas de robos, caza, perros
desaparecidos o predicciones de ancianos sobre las cosechas. Y consiguió captar totalmente mi atención, porque
lo explicaba todo con mucho detalle y habilidad, y porque, sinceramente, encontraba todas
aquellas anécdotas muy interesantes.
Ese día descubrí que Ricardo era
un hombre sincero, humilde, amable y solidario, un hombre, como decía Machado,
“en el buen sentido de la palabra bueno”, un hombre también rebelde y en el
fondo muy durrutiniano. Y me conmovió
mucho, porque en el mundo en el que vivimos, se hace muy difícil encontrar
gente que aún conserve valores altruistas y solidarios. Ricardo Hernández me
pareció un ejemplo a seguir.
MARC VALLÈS
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