Una de las cosas más maravillosas de nuestra mente es la
memoria, los recuerdos...
Esos recuerdos que se nutren de los estímulos que recibimos: olores,
sensaciones, palabras, pero, sobre todo, imágenes... Y esto es lo que me viene
a la cabeza cuando recuerdo estos cinco días en que estuve lejos de mi casa:
imágenes de paisajes y momentos de
intensas carcajadas. Uno de los momentos y de los paisaje que inexplicablemente
no podré olvidar fue el paseo entre San Polo y San Saturio. Aquel paseo que
hacia Machado cada tarde, impregnándose
del paisaje soriano que luego describía en sus poemas.
La mañana del martes 17 de abril, rodeada de
gente y sin saber muy bien a dónde iba, entré en un lugar desconocido, pero
especial: era el paseo que unía el antiguo monasterio templario de San Polo y
la iglesia barroca de San Saturio. Tuve
la sensación de que estaba en un lugar mágico, en un lugar lleno de
romanticismo y de bondad literaria. Un paisaje que parecía de cuento de hadas,
pura naturaleza casi rozando la ciudad. El camino avanzaba en medio de esos
álamos tan apreciados por Machado y rodeaba
al imparable Duero. Era un paisaje que transmitía melancolía y que te incitaba
a quedarte allí, a meditar en paz. Un paseo perfecto para pasar la tarde con tu
enamorado y escribir en los grandes troncos de los álamos esas “iniciales que
son nombres de enamorados”, como sugiere Machado en su poema. Y no sé bien por qué, pero allí, entre San Polo y San Saturio, se me aparecieron algunos recuerdos que me
gustaría borrar, algunos momentos de mi vida que si pudiera volver atrás cambiaría;
pero también fue allí donde pensé en todo aquello por lo que vale la pena
esforzarse, luchar, y hasta sufrir. Ese lugar, a orillas del Duero, me
estremece el corazón y no tardaré en volverlo a visitar. No sé cuándo, pero volveré.
La tarde del jueves, en Noviercas, también estuvo llena de emoción. Una de las
cosas más impactantes que me mostró el viaje, es que aún quedan personas buenas
y generosas, que se dan a los otros sin esperar nada a cambio. Sentí una
profunda admiración por Ricardo, el hermano de Avelino Hernández, que a pesar
de no ser una persona muy intelectual, ser ya mayor y un típico hombre de pueblo
soriano, parecía ser feliz compartiendo
con toda aquella troupe de jóvenes
desconocidos su vida (el pueblo, su casa,
sus conocimientos, su experiencia, sus aspiraciones...).
Por la tarde, y ya relajada de los nervios que precedieron
a nuestra gran actuación (representamos la leyenda “Los ojos verdes” de Bécquer
en el torreón árabe de Noviercas) me sorprendieron las maravillosas vistas que
se podían observar des de la cima del torreón. Un cielo alucinante mientras el
sol se retiraba ya. Me di cuenta de nuestra pequeñez, de que no somos apenas
nada en la inmensidad del horizonte. También me gustó la visita que hicimos con
Montse por Noviercas. Pese al frío, recorrimos aquel pueblo pequeño y solitario,
lleno de las huellas del gran escritor que
fue Bécquer. El peculiar acento y la entusiasta explicación de Montse, transmitían su valor y el sentido de su trabajo por intentar devolver la vida a
aquellos pueblos medio muertos de Soria. Además. me gustó su sinceridad y su emoción cuando
nos dijo que era la primera vez que tenía tanto público en Noviercas. Es otro
ejemplo de que todavía queda gente agradable, muy cercana y, sobre todo, muy humana.
PAULA BLANCH
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