Cuando vives una semana tan intensa como esta, resulta muy complicado
escoger tan solo un momento. Creo que
durante estos días he experimentado sensaciones que desconocía y he vivido
experiencias únicas. Pero sin duda hay
un día que destaca entre los demás,
pues fue entonces cuando entendí
de verdad el propósito de este gran viaje:
captar la esencia de la naturaleza y de
los mágicos paisajes sorianos que tanto sedujeron a escritores como Antonio Machado,
Gustavo Adolfo Bécquer o Avelino Hernández. Mi momento mágico llegó el
último día, en la Laguna Negra.
Dejamos atrás montañas de colores rojizos y verdes, para adentrarnos entre
las blancas montañas nevadas. Salgo del autobús, y una ráfaga de viento
acaricia ligeramente mi cara. Hace frío, pero es un frío agradable. No es un
frío de aquellos que te hiela por dentro. Es un frío que te refresca la mente,
que trae recuerdos, que te eriza la piel.
Debemos llegar a la laguna, y el camino parece interminable. Cada vez
estamos más cansados, pero cuando parece que ya mis fuerzas se agotan, a unos
pocos metros logro observar, por fin, la cuesta
que conduce a la esperada laguna.
Cerrar los ojos, respirar, volverlos a abrir. ¿Qué veo? Un lugar
inimaginable. Parece del pasado, todo es blanco y gris. Sólo unas pocas hojas
verdes, que han dejado resbalar la nieve que las cubría, interrumpen el blanco
y el gris. Contemplo el agua. Hace mucho frío, pero no está helada. Se ve el
fondo oscuro y, sin embargo, el agua
parece cristalina. Dan ganas de acercarse.
No sabría explicar lo que sentí en ese momento pues a veces hay sensaciones
que ningún adjetivo es capaz de describir. Tras sentir la extraña atmósfera de
ese rincón del mundo, era como si ya no existiera el cansancio. Ni el frío. Ni
la tristeza. Era como si al estar allí te llenaras de energía positiva.
El camino estaba lleno de nieve, aún blanca. Sin pensarlo, de manera
totalmente espontánea, mi amiga Judith y yo decidimos salir corriendo, huyendo
pero sin saber de qué, tal vez,
persiguiendo algo. No parábamos de sonreír, aunque no sabíamos el
motivo. Nos dejamos caer encima de aquel manto blanco. Noté el frescor de la
nieve en mi cara, que la nieve se fundía con el calor de mi piel. Hacía frío,
pero era agradable. No era un frío que te helara el alma. Era un frío que traía recuerdos, buenos recuerdos.
A veces, hay momentos que se quedan
grabados en nuestra memoria. Tal vez en ese instante no sepamos por qué, pero
con el paso del tiempo nos damos cuenta de lo esenciales que fueron, pues
intuimos que gracias a ellos, somos como somos. Esa mañana en la Laguna negra fue, sin
duda, uno de esos momentos esenciales.
GABRIELA DI VICENZO
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