Los
viajes tan intensos tardan en asentarse en mi memoria. Las pocas horas de sueño
y tantas experiencias ocurridas durante tan pocos días explican que haya cosas
que ya no recuerde. Pero hay un momento que nunca marchará…
El
mediodía del miércoles la adrenalina empezó a correr por mis venas. Mis amigos
más íntimos me vieron disimular con afán el temblor de mis piernas. Sabía que
ese era mi momento. Me invitaron a sentarme en una barandilla, y todo empezó.
Martí leía una breve introducción “A un Olmo Seco”, mi poema, pero yo no le
oía. De pequeña había practicado taekwondo y aún conservo una de sus técnicas.
Me concentré en no pensar en nada, solo en sentir. Cuando llegara el momento,
no tendría que recurrir a la memoria para recitar el poema, sino que el poema
de Antonio Machado, (ese poema tan lleno de descripciones hermosas, haría
cantar al olmo.
Mientras recitaba que “algunas hojas verdes le han salido”, sentía
la luz cálida filtrándose a través de los tejados, mi mano acariciando la baranda
fría y lisa, el suave viento moviendo mi melena. El silencio persistía y, en
él, mil ojos que me observaban. Entre esos ojos pude ver fortuitamente la
sonrisa reconfortante de Irene, el pulgar de Claudia, a Sandra que se había
procurado estar frente a mí todo el tiempo en que durara el poema, lo atenta
que estuvo Nuria hasta el final…
No
fue hasta que me aplaudieron, cuando me di cuenta de que había acabado, que mis
temores eran innecesarios y que tanta desconfianza era sólo un fantasma de mi
mente. No podía creérmelo: lo había conseguido.
Susanna Abdalla Masana
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