Me es difícil quedarme con un
sólo un momento de tantos que he vivido
en nuestro viaje por tierras de Soria.
Todos han dejado su huella. Aún me parece sentir dentro de mí los ecos de la
voz de Cesar o de Ricardo o del director del Instituto Antonio Machado. Aún
siento el frío y la pureza de la Laguna Negra, la nostalgia de Valdegeña, la
tensión y la intriga de la leyenda del Monte de las Ánimas, aún siento el sol
acariciándome la piel en el paseo junto al Río Duero, aún oigo las risas de mis
compañeros en medio de la noche soriana.
Aunque si pudiera elegir un momento que me
gustaría vivir eternamente, me quedaría con la primera noche, cuando fuimos al
cementerio y Jana y yo contamos una historia de miedo. Fue como si, de repente,
el tiempo se detuviese y todo el mundo desaparecía. Sólo quedábamos ella y yo. Ella
y yo y el cielo estrellado. Suele ser
así cuando estamos juntas. Empezamos a
hablar, a abrir nuestro corazón y, de
los lugares más escondidos, iban surgiendo las palabras precisas que formaban esa
historia totalmente improvisada. Mientras una hablaba, la otra podía imaginar
perfectamente lo que iba después. No había dudas, no había inseguridad. Nunca
la hay cuando estás unido al alguien tan fuertemente. Y transcurrieron no sé si
diez minutos o media hora. Quién sabe, qué importa. Qué importa el tiempo cuando eres tan feliz. Estábamos
en el lugar perfecto, rodeadas de las personas perfectas, a la hora perfecta. Creo
que entonces comprendimos el secreto de la vida, lo bonita y sencilla que puede llegar a ser la
vida cuando todo va bien, cuando nada te preocupa, cuando todas las guerras
piden una tregua.
Soria, nos has unido aún más, nos
has transmitido tu magia y tus derrotas, y hemos decidido que volveremos, y que seremos
los mismos jóvenes, con historias diferentes, pero con la misma ilusión de sentarnos una
noche muy fría en un cementerio que no debería estar abierto y contar un cuento
cuyo nombre ya no recuerdo, porque eso es también lo de menos.
Jana Jubert
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