Llega un instante en que ya no sientes el frío cortante de esta tierra, sino solo un calor que te abraza, que te abrasa, como si por fin llegaras a casa, a tu casa imaginaria, a una zona muy íntima de confort. Es así como me sentí las mañanas de mi estancia en Soria.
Sabía que tenía que ver el amanecer, sabía que quería ver el mismo amanecer que años atrás acurrucó y veló a aquellos grandes poetas que dieron voz a esta tierra (Bécquer, Machado, Gerardo Diego, Avelino Hernández…), quería sentir lo mismo que ellos sintieron, tocar una pequeña parte de sus sueños, convertirlos en mi sueño. Tres amaneceres en tres lugares distintos. Tres sensaciones distintas. Tres amaneceres en Abejar.
Mi primer amanecer soriano fue en la misma calle que en la que dormíamos y no tenía alma. No valía la pena ni fotografiarlo, pero sé que fue culpa mía. Temía perderme y no quise alejarme de la casa, así que tan solo vi un pequeño rayo de luz esquivo, frío y sin sentido. No era lo que yo esperaba y, repito, fue culpa mía.
El segundo día recordé que a lo lejos había visto lo que parecía una iglesia. Fue el día más frío de todos y llegó un momento en que no sentía ni mis propias manos. El viento me empujaba hacia atrás, como si estuviera protegiendo un tesoro y no quisiera que los bandidos le arrebatasen, a las 6 y media de la mañana, lo más preciado que tenía. Un camino me llevó al cementerio. El santuario estaba, efectivamente, más atrás. Tímidamente el sol saliente asomaba sus rayos, pero el viento continuaba castigándome. Busqué un lugar donde refugiarme. Las paredes de la iglesia, que desgraciadamente permanecía cerrada, se convirtieron en murallas que me protegían de las ráfagas más cortantes. Y ahora la brisa sólo me tocaba la cara y me despeinaba el cabello como si fuera una caricia. Me giré y, al fin, vi a lo lejos las montañas y los campos que tanto había anhelado. Y fue maravilloso. Dejé que mis piernas cedieran y sentí el estremecimiento de la hierba fría, pero no importó. Cerré los ojos y dejé que la luz, todavía pálida, penetrase mis párpados. Y eso fue lo que más me gustó: el ya no sentir nada. Dejé que esa tierra de poetas hiciera su magia conmigo y embriagara mi alma mundana: los prados verdes, el canto de los pájaros madrugadores, el calor que desprendía la manta natural del mundo, el aire que movía la hierba, el perfume del rocío...
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Mariana Moreno Posada