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jueves, 25 de mayo de 2017

Libertad

Recuerdo bajar del autobús y notar sólo una leve brisa acariciando mi melena. Era el último día, estábamos a más de 1700 metros de altitud, y me sorprendió que hubiese desaparecido el fuerte viento que nos había acompañado  todo el viaje.
Empezamos a andar, camino a la Laguna Negra, observando los árboles y escuchando cómo  las hojas se movían al compás del viento. Cuando la vimos me invadió un  poderoso sentimiento de libertad, de libertad pura, de poder al fin respirar bien y, de alguna manera, sentí que la naturaleza me envolvía entre sus brazos y me pedía que  disfrutara. Y así lo hice.
Nunca antes había visto un paisaje semejante, con ese contraste de colores distintos en el que se identificaban claramente diferentes épocas del año, ni nunca antes había percibido con tanta intensidad los sonidos de la alta montaña   El blanco de la nieve que se escondía en las sombras de los árboles, evitando que el sol la fundiese; el verde, tan característico de la primavera,  presente en cada paso que daba; el sonido del agua cayendo rápidamente por la cascada y salpicando asimismo contra las rocas del suelo; el canto de los pájaros y el vuelo de las abejas que salían a visitar las flores que renacían. 
Además del magnífico paisaje, estar allí con algunos compañeros muy queridos  intensificó el sentimiento de placer y  libertad  de los que he hablado antes. Todo es mucho mejor cuando compartes experiencias nuevas y hermosas con gente a la que aprecias, o con gente maravillosa que acabas de conocer. Es la gente la que hace que todo sea distinto, que cada cada espacio, cada momento y cada situación  sean diferentes a las que has vivido hasta ahora.
Cuando finalmente regresamos al autobús, sentí tristeza y nostalgia: sabía que el viaje había terminado. No podía imaginarme que este viaje sería así. Al principio, no tenía muchas ganas de hacerlo, pero ahora desearía volver a todos los lugares a los que hemos ido una y otra vez.
Mireia Raventós Guimerà 

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