Recuerdo bajar del autobús y notar sólo una
leve brisa acariciando mi melena. Era el último día, estábamos a más de 1700
metros de altitud, y me sorprendió que hubiese desaparecido el fuerte viento
que nos había acompañado todo el viaje.
Empezamos a andar, camino a la Laguna Negra,
observando los árboles y escuchando cómo
las hojas se movían al compás del viento. Cuando la vimos me invadió
un poderoso sentimiento de libertad, de
libertad pura, de poder al fin respirar bien y, de alguna manera, sentí que la
naturaleza me envolvía entre sus brazos y me pedía que disfrutara. Y así lo hice.
Nunca antes había visto un paisaje semejante,
con ese contraste de colores distintos en el que se identificaban claramente
diferentes épocas del año, ni nunca antes había percibido con tanta intensidad
los sonidos de la alta montaña El blanco de la nieve que se escondía en las
sombras de los árboles, evitando que el sol la fundiese; el verde, tan
característico de la primavera, presente
en cada paso que daba; el sonido del agua cayendo rápidamente por la cascada y
salpicando asimismo contra las rocas del suelo; el canto de los pájaros y el
vuelo de las abejas que salían a visitar las flores que renacían.
Además del magnífico paisaje, estar allí con
algunos compañeros muy queridos intensificó el sentimiento de placer y libertad
de los que he hablado antes. Todo es mucho mejor cuando compartes
experiencias nuevas y hermosas con gente a la que aprecias, o con gente
maravillosa que acabas de conocer. Es la gente la que hace que todo sea
distinto, que cada cada espacio, cada momento y cada situación sean diferentes a las que has vivido hasta
ahora.
Cuando finalmente regresamos al autobús, sentí
tristeza y nostalgia: sabía que el viaje había terminado. No podía imaginarme
que este viaje sería así. Al principio, no tenía muchas ganas de hacerlo, pero ahora
desearía volver a todos los lugares a los que hemos ido una y otra vez.
Mireia Raventós Guimerà
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